Sustancia remota – Exposición de Lucía Pittaluga

Texto para la exposición Sustancia Remota, de la artista uruguaya Lucía Pittaluga.

 

¿Quién no ha mirado alguna vez el cielo y se ha formulado una pregunta que tal vez nunca tuvo respuesta? ¿Quién, durante la noche o el día, no se ha librado al juego de fantasear con nubes y estrellas, adivinando formas ocultas en un cielo que se transformaba y las transformaba al mismo tiempo? Elemento vital de orientación, herramienta capaz de medir el tiempo, calendario eficaz para organizar cosechas y fiestas paganas, el cielo ha ofrecido al hombre una ayuda fiel y lo ha acompañado a través de su evolución, mucho antes de convertirse en objeto de exploraciones espaciales y promesas de territorio a conquistar. La contemplación del cielo, ese gesto acaso límbico, es una de las pocas necesidades no básicas que nos une sin fisuras con el hombre primitivo. La antropología puede establecer, por ejemplo, hipótesis razonables que atribuyan al hombre de Neandertal los primeros ritos funerarios. Parece insensato postular, sin embargo, la existencia de un homínido que, en el inestable espacio de su vida, no haya contemplado el cielo al menos una vez. Los eclipses o el relámpago que alguna vez trajo el milagro del fuego bastarían para refutarlo.

La propuesta de Lucía Pittaluga, sustentada en una primera lectura por tres imágenes del cielo que palpitan en un universo luminoso y cerrado, no busca primitivizar al visitante, arrancarlo bruscamente de siglos de certidumbres y adelantos tecnológicos para llevarlo a un estado de maravilla primigenio, sino más bien lo incita a trazar puentes, a conversar con ese cielo remoto mediante sus herramientas actuales, como en el pasado lo fueron pirámides o crómlechs. Porque para nosotros, homínidos del siglo veintiuno, heliocentristas y plenos de certezas como nunca antes, capaces de acceder en un segundo a las últimas fotografías e informes de sondas espaciales remotas, el cielo, en definitiva, continúa siendo un enigma. Pittaluga ha trabajado en torno a una paradoja para abordar ese enigma y dar forma y vida a su instalación. El cielo, cantado en poemas, prometido por religiones, abordado por distintas filosofías, es al mismo tiempo una realidad y un objeto inalcanzable, una bóveda cuyo color no es más que un fenómeno óptico, un límite que apenas se atraviesa deja de serlo. Sabemos que al contemplarlo estamos viendo el pasado, un pasado de segundos, horas o años que nos llega como un todo desde una infinidad de lugares. Somos conscientes —al menos la ciencia actual nos permite afirmarlo razonablemente— de que los elementos que vemos existen. Podemos incluso enunciar de cara al cielo la frase con la que el Zaratustra de Nietzsche apostrofa al Sol: «¡Qué sería de tu felicidad si no tuvieras a aquellos a quienes iluminas!» [1] Y, no obstante, la tarea de abarcar el cielo parece irrealizable. ¿Se trata tan solo de una combinación compleja de elementos químicos o de una entidad definible en términos de distancia? ¿Es el horizonte abierto de las lejanías alcanzables de Husserl? ¿Los tiempos del año y su cambio, luz y crepúsculo del día, oscuridad y claridad de la noche, metáforas todas de Heidegger?

No se trata aquí de sesgar la experiencia del visitante, ofreciéndole respuestas o indicios, sino de impulsarlo a cuestionarse sobre su propia percepción del cielo. Después de todo, una constelación no deja de ser un consenso arbitrario desde una perspectiva establecida, a la cual no debemos particular fidelidad. Porque si, como afirma Gaston Bachelard, la manera en que escapamos de lo real designa claramente nuestra realidad íntima [2], la propuesta de Pittaluga es también un juego de autoindagación. «Dime cuál es tu infinito, yo conoceré el sentido de tu universo.» [3] Pittaluga invita a una lectura y recorrido personales, necesarios para acceder realmente a la obra, para trascender la hermosa metáfora en la que cielos de gasa se mueven a la merced de un viento imperceptible: el espectador es alentado a reificarlos en su propio imaginario, yendo más allá de las interpretaciones canónicas hasta alcanzar su propia visión íntima de esa sustancia remota.

Un primer acercamiento a la instalación permite definir una geografía visible. En primer lugar, el emplazamiento: Pittaluga ha elegido con minucia el espacio a ocupar, un sector específico del museo donde se gesta una dificultad visual y espacial, con un techo bajo, opresivo. Y luego, con gran destreza, ha sustraído ese espacio del museo hasta llevarlo a una forma insular autónoma, hasta crear una cápsula de un blanco intenso, aséptica, de vaga resonancia futurista, en la que se alzan tres cielos con sonoridad propia, y que a la distancia evoca un organismo bioluminiscente acurrucado en un silencio expectante.

Cierta crudeza presente en la obra previa de la autora —esculturas blandas que sugieren formas orgánicas, moluscos organizados como instancias embrionarias, elementos que dan la impresión de replegarse en sí mismos para conservar su misterio— parece dejar paso esta vez a un juego en apariencia más abierto; engañosamente más abierto, porque la instalación oculta sus claves y exige al espectador, le reclama su participación y su complicidad. La distancia entre él y los tres cielos es apenas quebrada por mirillas, por las que está obligado a observar si quiere acceder al misterio. Se trata al mismo tiempo de una exigencia y una propuesta, hay un deseo explícito de evitar un orden de visita impuesto, ese parcelado prolijo e implacable que presupone un vago protocolo artístico. El esfuerzo que implica desplazarse hasta el siguiente punto de observación o remontar la escalera de caracol para asomarse, casi furtivamente, a un otro mundo provocan al visitante, lo mantienen alerta.

Las mirillas, por su lado, esos peajes ineludibles que podrían haberse creado rasgando la superficie de la burbuja, han sido en realidad definidas con un esmero casi geométrico. Hay dos por cielo, a alturas diferentes, y si bien es tentador decirse que la manera en que un niño observa el cielo no es idéntica a la del adulto, tal vez resulte preferible reflexionar en torno a la accesibilidad, pues, salvo en casos extremos y penosos, el cielo es uno de los pocos elementos al alcance de todo el mundo.

La polisemia del término cielo —el diccionario de la Real Academia Española recoge ocho acepciones, en su mayoría de origen religioso o científico— parece encontrar un correlato en la polisemia visual propuesta por la autora. Gaston Bachelard señala que el cielo, en tanto elemento material clásico, constituye un sistema de fidelidad poética. Cuando se canta el cielo, advierte Bachelard, se cree ser fiel a una imagen favorita, pero en realidad se es fiel a un sentimiento humano primitivo, a una realidad orgánica primera, a un temperamento onírico fundamental [4]. Pittaluga ha optado por una caracterización poética de un cielo opalino, declinado en tres instancias distintivas dentro de un entorno que actúa como caja de resonancia. El solo hecho de enumerarlos puede presuponer un orden o una preferencia, pero no es mi intención. Se percibe, sin embargo, una cadencia, como pasos en una escala o sucesión naturales, que es otro de los logros de la instalación. Pittaluga nos permite transitar entre cielos, desplazarnos desde un cielo pleno, plegado en dos y tendido pacíficamente sobre una barra, a la imagen del conglomerado de alfileres de gancho que sostienen con esfuerzo un resto de cielo, en un gesto que transmite la necesidad, lo urgente y también la resistencia ante lo precario. En un estadio que podría parecer intermedio, nos golpea esa imagen que, más allá de la mirilla, insinúa un cielo herido, una blanda hoja de guillotina, tal vez un pabellón doliente y deshilachado como un manto de ceniza. En la libre asociación de ideas que significa toda obra abierta, no pude evitar recordar la obra Las tres edades de la mujer, de Gustav Klimt. Ignoro si los cielos de Pittaluga tienen edades disímiles, pero no me desagrada imaginar esa posibilidad.

La instalación, esa burbuja de espacio y tiempo que respira ahora en el núcleo de la sala, se romperá tarde o temprano, dejará lugar a otras burbujas, al silencio profundo o al rumor de nuevos pasos, pero la experiencia íntima del visitante, la visión de su propio cielo, ese atisbo de otro mundo que es en realidad una metáfora del universo personal, permanecerá en su memoria como una experiencia larvada. Ya no acorde al imaginario popular, ni, tal vez, siquiera, conscientemente aceptada, pero latente como un sueño, como acaso las preguntas que nos hemos formulado alguna vez al mirar el cielo, mientras buscábamos a tientas la respuesta en aquella sustancia remota.

[1] Friedrich Nietzsche: Así habló Zaratustra. Un libro para todos y para nadie, Barcelona: Altaya, 1993, p. 31.

[2] Gaston Bachelard: L’air et les songes: essai sur l’imagination du mouvement, Paris: Le Livre de Poche, 1992, p. 14.

[3] Ibíd., pp. 12-13.

[4] Gaston Bachelard: L’eau et les rêves: essai sur l’imagination de la matière, Paris: Le Livre de Poche, 1992, p. 12.

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