Pendant que la marée monte
Et que chacun refait ses comptes
J’emmène au creux de mon ombre
Des poussières de toi
Noir désir
La palabra es una caricatura miserable
Abelardo Castillo
1
Quisiera ahora no haberlos visto, desde la terraza del restaurante, atravesar los médanos aquel mediodía; lentos, esperanzados, incapaces de soportar el sol de agosto y la calima, esquivando las matas que entorpecen el acceso a la playa. El hombre entonces no se llamaba Soren ni había nacido en los suburbios de Copenhague; era apenas una mancha lechosa junto a una mujer espigada y rubia. Inmóvil en la terraza del restaurante, los observé un segundo más mientras una voz extranjera reclamaba su porción de bacalao, y pensé en ese inútil peregrinaje. Alemanes, ingleses, nórdicos, lagartos pálidos buscando una tumba lejos del frío; indiferentes y ya vencidos, cualquier rincón los persuade mientras queme el sol y sobren distracciones en que malgastar la jubilación y los últimos años de hastío.
La pareja franqueó penosamente el camino rocoso que limita los médanos y se acercó al restaurante. Extrañado de pronto por su edad, por los gestos de júbilo reprimido e insensato, por sus voces llenas de color, sospeché, más extrañado todavía, que no buscaban una tumba lejos del frío sino aventuras. La mujer pasaba el brazo por la cintura del hombre, balanceando el cuerpo en una cadencia alegre; estudié con curiosidad las hebillas curtidas de sus sandalias, las piernas largas y firmes apenas cubiertas por el pareo turquesa. Todavía jóvenes, detenidos bajo el olor a fritura y salitre, dudaron mientras leían el menú en la terraza del restaurante. Dos flamencos rosas asomándose con inocente asombro al gallinero del pueblo, dejando entrever apenas sus largos cuellos torneados por encima del tumulto de plumas ralas, del olor a barro y guano, de la desidia del que se sabe condenado a muerte. Los años traen palabras; la voz de la mujer proponía sonoramente sild, kartofler, olie, ajustando el cuerpo tibio al de Soren. Ese mismo mediodía, empleando una artimaña que prefiero olvidar ahora, supe que se llamaba Lita.
Mientras distribuía cervezas a unos holandeses ya borrachos, los observé sentarse a una mesa en la terraza, cercanos a las poltronas y hamacas que a esa hora sin sombra nadie se atreve a ocupar. Sonreí ante su naturalidad, la frescura de una pareja que ha pasado sin hijos los cuarenta, que busca aventuras en un balneario poblado por lagartos moribundos. Soren sostenía la mano de su mujer por encima de la mesa, la ropa arrugada y con roces, un reloj de marca descuidado. Lo imaginé —semanas antes de tener la certeza— dueño de una fábrica de maquinaria agrícola en crisis, impartiendo órdenes a subalternos solícitos, a obreros unirrostros, incapaces de imaginar al patrón en un destino soleado y apacible. Ordenaron cerveza y arenques marinados con papas y cebollas, y aunque esa decisión predecible los deslució un poco, aprecié el esfuerzo de hablar en español. Sólo para oír una vez más su voz, le pregunté de nuevo a Lita cuál cerveza prefería; de pie con el bloc de notas y una sonrisa sincera, resistí su acento cálido pronunciando Santa Cruz, los ojos verdes que me miraban fijamente. Comieron con calma, hundidos en su palidez nórdica durante algo más de una hora; charlaban con fluidez bajo el griterío aleatorio de las gaviotas y las risas de los lagartos moribundos, que explotaban de pronto en el restaurante con una exaltación inexplicable. Aprovechando mis desplazamientos entre las mesas vecinas, pude oír que se alojaban en el hotel Tropical, un condominio apreciado hace veinte años, cuatro estrellas mentirosas donde un personal mal pago persevera en el desgano y el mal gusto; otra manera para ellos dos —pensé entonces— de aceptar un tren de vida en decadencia.
Esa misma noche, al terminar mi turno, regresé a casa bordeando el único campo de golf que no ha sido apropiado para construir huertas o vencido por una soledad amarillenta. Alguna vez el balneario fue tapa de revistas; mucho antes de la crisis los dos kilómetros de playa, el puñado de hoteles de lujo, los trescientos veinte días de sol al año eran disputados ferozmente por las olas migratorias de turistas selectos, convencidos de su derecho natural a gozar antes que nadie del paraíso.
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