
Siempre el mismo placer al leer a Eco. Muchas de las reflexiones de este largo ensayo ya fueron evocadas en libros como Apocalípticos o integrados o El superhombre de masas. Otras, en el acuerdo o no, valen la leída.
Rescato dos cosas en particular. La primera es su noción de rigor. Eco cuenta, por ejemplo, cómo pasó varias noches deambulando de madrugada por París, con una grabadora de bolsillo, para poder relatar, en El péndulo de Foucault, el paseo nocturno que lleva a Casaubon desde el Conservatoire hasta la Place des Vosges. Eco tiene razón: son cosas necesarias. No para el lector sino para quien escribe. Para el lector resultará transparente, pero el esfuerzo vale la pena porque hará la diferencia. A veces es necesario un mes de investigación para poder escribir cuatro mil palabras que relatan el triste destino de una niña soldado en Burundi. Me consta haber ido hasta el Parc Montsouris más de una vez para contar los escalones que llevan desde la entrada sur hasta la ruta que va al lago. Se me ocurren gestos necesarios cuando lo que se pretende es algo más que escribir sobre lo que se ve a través de la ventana o ejecutar un pastiche nocturno y bonachón (e.g. una novela sobre marcianos que invaden la tierra pero que en realidad son vampiros a la búsqueda del Santo Grial que, como se sabe, fue robado por Dan Brown).
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