Texto para la exposición Sustancia Remota, de la artista uruguaya Lucía Pittaluga.
¿Quién no ha mirado alguna vez el cielo y se ha formulado una pregunta que tal vez nunca tuvo respuesta? ¿Quién, durante la noche o el día, no se ha librado al juego de fantasear con nubes y estrellas, adivinando formas ocultas en un cielo que se transformaba y las transformaba al mismo tiempo? Elemento vital de orientación, herramienta capaz de medir el tiempo, calendario eficaz para organizar cosechas y fiestas paganas, el cielo ha ofrecido al hombre una ayuda fiel y lo ha acompañado a través de su evolución, mucho antes de convertirse en objeto de exploraciones espaciales y promesas de territorio a conquistar. La contemplación del cielo, ese gesto acaso límbico, es una de las pocas necesidades no básicas que nos une sin fisuras con el hombre primitivo. La antropología puede establecer, por ejemplo, hipótesis razonables que atribuyan al hombre de Neandertal los primeros ritos funerarios. Parece insensato postular, sin embargo, la existencia de un homínido que, en el inestable espacio de su vida, no haya contemplado el cielo al menos una vez. Los eclipses o el relámpago que alguna vez trajo el milagro del fuego bastarían para refutarlo.