Semanas atrás, en una playa perdida del suroeste francés, mi hijo y yo buscábamos cualquier excusa para sobrellevar el fin de las vacaciones. Toboganes, moluscos en la orilla, una avioneta acuatizando en la tarde, cotidianas que a su edad significan un descubrimiento mayor, y de pronto, en un pastizal lindante, nos topamos con decenas de niños en plena actividad recreativa.
Los animadores habían separado a los niños en tres grupos que formaban un triángulo generoso. En el centro, a los gritos, una animadora aguijoneaba a cada equipo.
–¡Equipo de las gallinaaaaas! ¿¡Están listoooos!?
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